viernes, 28 de noviembre de 2008

Un juego nada más...


Recuerdo un día en Segovia, una tarde en la que quedamos más de 25 compañeros de la universidad para beber, nada más. Quedamos en un bar de mesas desvencijadas donde servían lo que tienen que servir: jarras de cerveza, sangría y calimocho. Lo suyo era jugar a algo para pasar un par de horas divertidas con la excusa de bebérnoslo todo, todo. Pero lo complicado era esto: éramos demasiados para los clásicos juegos de dados, pruebas, duro y demás, y tampoco queríamos dividirnos. En esas estábamos, sin saber cómo echarnos la cerveza al coleto, cuando uno propuso un buen juego: La clásica serie de palabras. O sea, que uno suelta un criterio (por ejemplo, capitales de África) y todo el mundo por orden debía decir una palabra de la serie (El Cairo, Túnez...). El que repetía o fallaba, bebía (o sea, que inventó el 1, 2, 3 para beber). Algo tan sencillo y poco atractivo, sin embargo, se animó cuando alguien soltó una categoría subjetiva: Países que no deberían existir.
Evidentemente, bebía todo aquel que a él le daba la gana: él era el único que decidía cuales debían existir y cuales no, sin tener que razonar ni justificar sus decisiones.
Bueno, pues aparte de compartir el secreto para que 25 personas se cepillen 100 litros de alcohol en menos de una hora, es que el juego en sí es divertido. Primero porque una de cada 25 veces, cuando te llega el turno, la sensación de ejercer una autoridad absoluta, incuestionable e incontestable durante toda una ronda es algo sublime. Pero segundo, porque la controversia y oposición estériles que provocaban las decisiones impopulares no servían para nada de nada y la impunidad del poder es algo todavía mejor. Ni siquiera saber que más tarde todos y cada uno de los jugadores se podían ir vengando de ti, te acobardaba lo más mínimo: que te quiten lo bailado.
Claramente, ser dictador una vez y esclavo 24, no sé porqué pero compensaba. Y mucho. La pregunta es si cuando no se trata de un juego sigue compensando.
Bueno, mientras lo resuelvo, aprovecho para recomendar una peli que no he visto sobre otro hecho real más efectivo que mi anécdota, aunque más aburrido: El de la imagen es el cartel. No se la pierdan cuando la estrenen.

PD: Por cierto, el primer país que no debería haber existido jamás es Inglaterra. Porque lo digo yo.

martes, 25 de noviembre de 2008

Corrupción en primera persona


Facilito una receta para tener una idea aproximada de la verdadera dimensión de la corrupción y la inmoralidad que reina (en todos los sentidos que queráis) en este país.
En cualquier situación o conversación, hagan la prueba. Pregunten quien puede decir que conoce con relativa seguridad, una sola administración pública, local, provincial, autonómica, nacional o internacional, que no esté salpicada por algún caso de corrupción.
Siempre que sale el tema, la conversación acaba siendo una especie de pique entre los casos que cada uno saca sobre su pueblo, sobre el lugar en el que veranea, sobre su ciudad de origen, sobre la capital... Jamás, jamás, jamás, se consigue que alguien se quede callado y no pueda aportar algún ejemplo ilustrativo.
El problema es que a nivel individual, todos los españolitos se creen que el caso que ellos conocen es el más terrible del país y que semejante nivel de desfachatez no puede existir en otro sitio. ¡Y ese es el error! No sólo existe en otros sitios, sino que es así de fácil ver que es la tónica general en todos lados.
Y aquí está el quid de la cuestión: Si todo el mundo en este país conoce, casi de primera mano, casos escandalosos de corrupción, al escalar el sistema veremos cristalino el verdadero mapa de España.
Pero no todo acaba ahí. Ahora trasladen la misma cuestión al mundo de los organismos oficiales. Y después de eso, vuelvan a replantearse el caso con el sector privado y a todos los niveles (laboral, económico...).
Y si aún les quedan ganas de vértigo, ahora piensen que por supuesto sólo se conoce la punta del iceberg.
Miedo, es lo que da.

lunes, 24 de noviembre de 2008

La hora punta


Un triste día del mes pasado tuve que levantarme a eso de las 8 de la mañana para ir a trabajar. Normalmente me levanto a las 9 para llegar tranquilamente a unas civilizadas 10 de la mañana (margen de error: más 15/30 minutos, nunca menos).
Total, que a las 8 y media de la mañana salgo a esas calles de Dios y ¡no puede ser! Millones de gentes por todos lados, centenas de atascos en todos los cruces, miles de personas metidas en lentísimos autobuses, toneladas de apretujones en atestados metros... Las calles se convierten a esas horas en una inmensa red de cloacas infectas que canalizan lo peor de los seres humanos: estrés, sudores, esfuerzos, depresiones, odios, prisas, malos humos, mal café, mala leche... ¡Qué asco!
¿Quién dijo que el proletariado ya no existe? ¡Todos esos son proletarios! Toda esa gente que tiene que sufrir esas condiciones a diario para ir a trabajar, y ellos sí que merecen una revolución mundial.
Pero todo el mundo parece estar ya metido en la burbuja y no son capaces de ver que son la hez del mundo laboral. Todos los directivos, millonarios, prebostes y demás que se tragan todos los días la hora punta, de la manera que sea, no son más que pobres proletarios, tristes oprimidos y lamentables víctimas de un sistema inhumano, y ¡ni siquiera lo saben! ¿En qué momento absurdo de la historia la gente empezó a valorar estupideces como el tamaño del despacho, la cantidad de dinero que les sobra o la asunción de responsabilidades? ¿a qué edad las personas abandonan la cordura de sus valores infantiles por la demencia de la madurez?
Porque de los que ni siquiera ganan una pasta o mandan en sus trabajos, de esos me da miedo hasta hablar; son el cuarto mundo como mínimo, son la vanguardia de la indigencia intelectual, filosófica y vital más increíble de la historia. ¡Esto es clasismo bien entendido!
Creo que mis prioridades han cambiado desde que ese día tomé contacto con esa asquerosa realidad: ya no me importa el dinero, no me importa ascender, no me importa el trabajo en sí... sólo quiero trabajar en el centro de la ciudad (a un agradable paseo de donde vivo) y, sobre todo, tener un horario que me permita no soportar la hora punta jamás en mi vida.
Quiero volver a querer ser vaquero, por ejemplo...

martes, 18 de noviembre de 2008

Una deliciosa mañana de otoño…


En la que el aire fresco invita a prestarle la cara, el límpido azul del cielo cobija con optimismo cualquier ánimo y el brillo del sol va despertando todos los recovecos de la calle.
Cuando cruzo la última calle, la verja del Retiro se me antoja la deliciosa frontera entre una ciudad ya agitada por la hora punta, y un refugio de verdor con una banda sonora en la que sí tiene protagonismo el crujir de mis zapatos sobre la tierra. Paso a paso las hojas caídas tachonan el camino con las huellas de la estación, aunque los castaños aún conservan algunas temblorosas y tostadas.
Al adentrarse por los caminos, surge alguna que otra torcaz, siempre varias urracas, los omnipresentes gorriones y se intuyen los mirlos alborotando la hojarasca entre los setos. El agua de las fuentes pone su tono cristalino y la poca gente que se ve camina en silencio y sola perdiéndose por derroteros diversos o corretea afanosamente sin que se sepa muy bien porqué.
De repente, pasa un camioncito de los jardineros, traqueteando herramientas y ramas. Luego otro. Entre ambos, han levantado una nube de polvo que me hace fijarme en la tierra polvorienta y blancuzca que algún descerebrado ha mandado extender por casi todos los caminos del parque. Cuando el polvo empieza a disiparse, aparecen dos jardineros montados en dos tractores cortacésped apurando las marchas, que dejo de oír en cuanto otros tres operarios con auriculares arrancan sus mangueras-ventilador a gasolina para barrer las hojas soplándolas. El ruido es como de obra, y la polvareda que levantan soplando toda esa tierra blanca es increíble. Los que corretean dan rodeos para alejarse lo más posible. En el macizo de enfrente, otros tres empleados del infierno están, uno con un cortasetos mecánico, hermano pequeño de la motosierra, otro con un cortacésped manual que acelera como un demonio y el tercero con un triturador de maleza intentando hacer más ruido que sus compañeros. Ahora comprendo porqué se tortura el Ángel Caído.
Antes de conseguir salir del Retiro se me cruzan otro camioncito, dos carritos de golf con jardineros montados, un cortacésped más y un par de coches de policía.
Esto es el Retiro una mañana cualquiera: una zona de obras.